Se han perdido
oficios y menesteres antiguos que eran ejercidos por gente que venía de fuera
cada cierto tiempo. Estos artesanos reparaban objetos y utensilios indispensables
en la precaria vida doméstica o vendían sus productos en unos tiempos de carestía extrema; eran los
amolaores, lateros, traperos, sombrilleros, turroneros, diteros… cuya imagen ya no forma
parte del paisaje de nuestro pueblo. Sólo algún vendedor de cal que pregona la
cal blanca y el carbón de encina o algún amolador despistado y motorizado nos
vuelve por un instante a aquellos viejos tiempos.
Amolaor
El amolaor o
amolador, como dice con rectitud el diccionario, siempre anunciaba su llegada
al pueblo con el inconfundible sonido de un silbato característico: una especie
de flauta como la que se usa en la música popular de los países andinos, cuyo
verdadero nombre es zampoña, definido
en el diccionario como “instrumento musical de viento compuesto por varios
tubos de distintas longitudes, ahuecados por un extremo y cerrados por el
otro”.
El sonido de
aquel pito convocaba a los vecinos que necesitaban amolar tijeras o afilar
cuchillos. Para esta tarea el hombre arrastraba de pueblo en pueblo un
artilugio con ruedas y polea cuyo elemental mecanismo hacía girar una piedra de
asperón con la fuerza de un pedal. Más tarde los afiladores vendrían
motorizados y aprovechaban la fuerza de la moto en la que viajaban para hacer
girar la piedra de asperón.
El amolaor
llevaba siempre un trapo hecho trizas de tanto probar si las tijeras recién
amoladas cortaban bien la tela.
Arriero
Los arrieros
venían al pueblo desde el otro lado de la sierra, por escarpados caminos de
herradura que, aunque el abandono y la maleza los está haciendo impracticables,
todavía se atisba su trazado y son conocidos como los caminos de los arrieros.
A las nubes, que cargadas de humedad del mar voltean la cumbre del Chamizo los
días de blandura, se les conoce aquí como “las cobras de Vélez”, porque una
‘cobra’ a una recua de yeguas uncidas para la trilla o para el transporte de
mercancías.
En sus recuas o cobras de mulos y burros, los arrieros traían desde los pueblos de la Axarquía (Ríogordo, Vélez, Periana, Comares…) y desde
la costa, productos que aquí eran más tardíos o que no se producían: naranjas,
uvas, manzanas, pasas, higos, vino y todo el pescado que el pueblo consumía.
Los arrieros, y
sus bestias, se alojaban en las posadas y por las mañanas exponían sus
mercancías en el mercado que se montaba cada día en la plaza de abajo. En ese
trasiego de compra y venta, y para no volver de vacío, estos comerciantes
volvían a sus pueblos con productos que allí escaseaban como eran el trigo, la cebada,
o los garbanzos.
Un dato léxico:
la palabra arriero deriva de la
interjección ¡arre! con la que se
incita a las caballerías para que no se paren. Del trasiego de los arrieros y
para indicar los vaivenes que da la vida, nos ha quedado este refrán: Arrieritos semos y en el camino nos
encontraremos.
Lañero
Antes no había
plásticos y los recipientes que contenían los líquidos indispensables en la
vida doméstica eran algunos de metal y la mayoría de barro. La rotura de uno de
estos cacharros (cántaro, tinaja, lebrillo o botijo) se convertía en un pequeño
drama doméstico; si tenía arreglo, se arreglaba antes que tener que comprar
otro nuevo.
Para esas
reparaciones de los tiestos rotos estaban los lañeros. Con unas herramientas
primitivas, estos artesanos, hoy ya desaparecidos, juntaba (enlañaban) los
trozos de tinajas, lebrillos o cántaros rotos. Para ello no se usaba pegamento
sino unas lañas metálicas que unían las piezas, unas lañas como las que hasta hace
poco tiempo ponían los médicos para suturar las heridas abiertas.
Latero
En algunos
sitios lo llaman hojalatero En un recipiente metálico metía trozos de madera y
carbón, y con las ascuas que se formaban calentaba un rudimentario soldador que
derretía el estaño para restañar las roturas de las ollas o para pegarle el asa al jarrillo hecho con el
envase de una lata de leche condensada La Lechera. El latero ponía culos a
ollas y cacillos de porcelana o pegaba pacientemente las piezas de cualquier
cacharro desvencijado.
En las casas
había poco menaje, pero el que había era eterno pues nada se tiraba.
El tío las ollas
Se llama ditero
a la persona que vende objetos casa por casa y a plazos, y que cobra la deuda
día a día. Los diteros que
vinieron al pueblo procedían de la costa malagueña (Benamargosa, Vélez) y todos
lucían un espléndido bigote, costumbre esta que por entonces era rara entre los
hombres saucedeños. (Recordemos que el apodo de La Bigota procede de que una antepasada de esta familia casó con un
hombre nacido en uno de estos pueblos de la Axarquía y que tenía un gran
bigote.)
La razón de
vender y comprar en tan módicos plazos -una peseta al día- no era otra que la
precaria economía de las clases populares, sujetas al cobro de la peonada -diez
o doce pesetas de jornal- que daba el marido, el día que lo daba, en las labores del campo.
Al ditero se le
conocía en el pueblo como ‘el tío de las ollas’, pues lo que más vendía este
precario comerciante eran ollas, cacillos y jarros de porcelana roja por fuera
y gris por dentro. Yo de pequeño conocí a algunos de estos diteros pues paraban
en mi casa, que por aquellos entonces era una especie de fonda. De noche,
después de comer, este hombre anotaba los pedidos, repasaba las hojas con los
nombres de sus clientas y contaba una a una las pesetas rubias que había recaudado en
su recorrido por el pueblo.
A Archidona se
fue a vivir el último ditero que hubo en el pueblo y allí puso el bar ‘Las Dos
RR’
Sombrillero
Como no puede
ser de otra manera, se llama sombrillero al artesano que repara lo que antes se
llamaba sombrilla y que ahora a todo el mundo le ha dado por llamar paraguas:
todos tienen razón porque esta especie de oscuro cielo protector (antes las
sombrillas eran todas de tela negra) protege tanto de los rayos del sol al dar
sombra, como del agua en los días de lluvia.
Si buscan en el diccionario la voz sombrillero comprobarán estupefactos que no está recogida en tan voluminoso repertorio de palabras españolas. Es un fallo imperdonable porque si el que hace o repara sillas se llama sillero ¿cómo ha de llamarse al que hace o repara las sombrillas?
El sombrillero
que venía al pueblo tenía algo de mago o experto en la predicción del tiempo
pues su llegada siempre era anuncio de lluvia segura. El más famoso de los
últimos sombrilleros fue un hombre alto, delgado y alegre al que llamábamos
Luis Aguilé por su gran parecido con este cantante argentino. Se le daba bien la copla y,
acompañándose con dos trozos de cántaro roto con los que improvisaba unas
castañuelas, animaba al vecindario que acudía en corro a escucharlo.
Alguien me hizo llegar una fotografía de este hombre, paragüero y sombrillero en toda la comarca, y que creo que era de Algaidas.
Ahora hay
paraguas de todos los colores, son baratos y duran poco y vienen de China; cuando se rompen, no
merece la pena arreglarlos: se compra otro. A los de la península que íbamos a Ceuta o a Melilla de compras cuando allí las cosas eran más baratas porque no se pagaban impuestos, nos llamaban paraguallos pues todos veníamos, además de relojes, radios, prismáticos, mantelerías, tabaco y sabanas, con uno o dos paraguas bajo el brazo.
El tendido de sol de la plaza portátil un día de toros pasado por paraguas. |