Según el diccionario, quiosco es "construcción pequeña que se instala en la calle o lugares públicos para vender en ella periódicos, flores, etc". Eso era en las ciudades; en los quioscos de nuestro pueblo lo que más se vendía era el etcétera: caramelos, pipas, chicle, tabaco, mariquitinas, tebeos... Hablo en pasado porque en estos tiempos el quiosco es un establecimiento en peligro de extinción. En todas partes.
Al principio (a mediados del siglo pasado) tener un quiosco en una esquina o en una plaza era señal de pueblo moderno y un lujo para los niños, aunque nuestro presupuesto se ceñía a algunas perras gordas y, para algunos privilegiados, una peseta. Lo de los duros en nuestros bolsillos tardaría en llegar.
Antes de los quioscos, el viejo Botines, con sus más de ochenta años, instalaba cada mañana en la esquina de la tienda del Estanquero (la esquina de la casa de la Lola de Higinio) una especie de ruleta. Consistía en una tabla pintada de colorines, con un círculo de puntillas y un eje central del que salía un palo que giraba con un trozo de carta de baraja en la punta. Si el puntero se paraba en el lugar donde estaba el premio, ganabas. Jugar a aquella rudimentaria ruleta de la suerte costaba unos céntimos y el premio era unas veces un caramelo, otras un membrillo y a veces un montoncito de alcatufas.
El permiso para instalar un quiosco lo da el ayuntamiento y suele concederse a alguna persona necesitada, a una mujer viuda o a alguien con algún tipo de invalidez. Apenas hay imágenes de los quioscos antiguos: el de Gamboa que estaba en lo que ahora es la ferretería de Amparo; el de la Mariquita del quiosco entre la casa de Bernabé y la carnicería de Perche; el de Sanleón, frente a donde está ahora el Covirán; el del Correo, en la esquina de la Encarnita; el de María Bautista, al lado del Mercado Municipal; el de Mateo, al otro lado de los Adoquines; el de Franco... Como eran instalaciones de poco peso, a veces se cambiaban de lugar.
En esta primera foto estoy yo con mis hijas María Jesús y Mónica. En la calle de arriba, donde ahora está la tiendecilla, asoma la silueta de un quiosco.
En la segunda fotografía, al fondo de la calle y acercando la imagen se vislumbra el techo del quiosco del Correo.
El quiosco de María Bautista junto al mercado.
Detrás de unos niños que piden para el Domund disfrazados de chinitos, está la silueta del quiosco de Sanleón, entre la tienda de Cristóbal Colón y la de Antonio la Bigota.
Un quiosco entre la casa de Pérez y la de Liborio, frente al bar de Rafalito. El cliente es Pepe Herrero el municipal.
Felicidad Peralta es la mujer que regenta el último quiosco vivo del Saucedo. Con fe ciega y paciencia infinita, ella sigue fiel a la tradición y cada día abre con una sonrisa su negocio en la plaza de abajo. Haya niños o no, allí está el quiosco de la Felicidad.
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Junto a la fuente y parque de la Fuente Vieja. Este quiosco se construyó para Juan 'Colmenillas' pero estuvo abierto muy poco tiempo.
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En el cruce de carreteras. Quiosco cerrado de Diego Moreno.
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Entre la papelera y el banco tuvo Franco su primer quiosco. |
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El segundo quiosco de Franco ya cerrado.
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Mas o menos donde está la señal de tráfico estuvo el quiosco de la María (del quiosco). |
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Esquina donde estuvo el de Miguel el Correo que luego lo llevaría Encarnita. |
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Esquina del quiosco de la María de Falage |
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Justo en frente estaba el de María de Mateo |
Sobre este quiosco quisiera extenderme pues Inés, la viuda de Antonio Mateo, me ha dejado algunas fotos y me ha dado información de sus inicios.
Como dije al principio, estos establecimientos se los concedía el Ayuntamiento a personas del pueblo con algún problema físico que les impedía trabajar.
Los padres de Inés y María eran Isabel y Francisco. Él trabajaba de gañán en el cortijo de La Saucedilla y araba los campos con una pareja de bueyes. Cierto día, otro gañán estaba poniendo el yugo (ubio) a los bueyes y tuvo problemas pues uno de los toros se resistía a que lo ataran. El pobre hombre, viendo que no podía, llamó a Francisco para que le ayudase porque el animal se resistía. Cuando se puso a uncir al buey, el animal, que aquel día no quería trabajar, lo embistió y lo corneó en el hombro y en la pierna, le sacó la clavícula del hombro, le rompió la cadera y lo pisoteó con sus cerca de mil kilos de peso. Casi desangrado y prácticamente muerto, lo llevaron al hospital de Antequera donde los médicos, al verlo en aquel estado dijeron que no podían hacer nada. El dueño de la finca, que era un buen hombre, insistió en que intentaran salvarlo pues él estaba dispuesto a pagar lo que hiciera falta. El caso salió en el periódico.
Después de varias operaciones y muchos meses en el hospital, Francisco volvió al pueblo sin posibilidad de ganarse la vida trabajando. Además, el dueño de La Saucedilla que tanto le había ayudado, murió de repente y los herederos no quisieron saber nada de este trabajador a pesar de las promesas que el anterior patrón le había hecho. Inválido, con mujer y dos hijas y sin ningún tipo de ayuda, el ayuntamiento le dio permiso para instalar el quiosco, que luego heredaría su hija María cuyo marido también se puso enfermo.
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Isabel y Francisco |
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Francisco con las cicatrices de heridas en el hombro. |
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En el hospital de Antequera con los médicos que lo curaron. |
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Inés y María, la prima de su marido, delante del quiosco de su padre. |
Además de chucherías, el quiosco servía como biblioteca popular con la venta de tebeos o el alquiler de novelas de Marcial Lafuente Estefanía y de Corín Tellado.