Yo empecé de monaguillo hacia 1950, heredando el oficio de mi hermano Manolo, cuando era párroco don Timoteo Polo García, un cura de León que hablaba fino, tenía una voz rotunda, daba unos sermones que no necesitaban micrófono, vivía en el Trabuco (como los curas de ahora) porque entonces en el pueblo no había casa parroquial, y venía a la misa, a los entierros, a las bodas y a los bautizos en una moto enorme. Eso sí: don Timoteo, antes de llegar a la iglesia, se echaba una partida al domino en el bar de la Fonda, adonde yo tenía que ir muchos días a interrumpir la partida y decirle que ya había dado el tercer toque y que la gente estaba esperando.
Luego fui monaguillo con don José María Astorga Astorga, oriundo de Archidona, pero que había estado de párroco en una iglesia de Málaga. La razón del traslado fue una posible crisis neurasténica que le hacía repetir una y otra vez en las confesiones: Ego te absolvo... Ego te absolvo... Ego te absolvo: "Yo te perdono... Yo te perdono... Yo te perdono..." Y lo mismo le pasaba en la consagración de la hostia con las palabras claves Hoc es enim corpus meus..."Este es pues mi cuerpo"... Las fórmulas latinas (entonces todo era en latín) las repetía una y otra vez como desconfiando del poder sacerdotal que le había concedido el obispo que lo ordenó sacerdote.
Estos son algunos de mis múltiples recuerdos de mi época de monaguillo, pero hoy vamos a hablar de la puerta del sagrario que tenemos en el altar mayor porque tiene su historia y es bueno que los saucedeños y saucedeñas (hoy voy a redundar para que quede claro) la conozcan.
Como todos deberían saber, el 18 de julio del año 1936 tuvo lugar la rebelión (Alzamiento Nacional, decían ellos) de algunos militares contra el legítimo gobierno de la Segunda República. Hubo regiones, ciudades y pueblos que permanecieron fieles a la República, entre las que estaban la ciudad de Málaga y buena parte de su provincia. Nuestro pueblo permaneció en la zona fiel, en la Zona Roja. Ya antes del 36, desde que se proclamó la República en el 31, se produjeron algunos actos vandálicos contra los 'enemigos' del pueblo: la iglesia y los terratenientes. Una vez estallada la Guerra Civil, lo primero que hicieron los más exaltados, principalmente socialistas, fue matar al cura, que se había refugiado en un cortijo. La iglesia la convirtieron en la Casa del Pueblo tras quemar las imágenes, vestimentas, libros y objetos que desde 1760 habían constituido el ajuar de la parroquia. Todos conocemos la historia de cómo se salvó de aquella salvajada la imagen del niño Jesús que la carbonizada Virgen del Rosario había llevado en su brazo izquierdo.
Entre julio del 36 y febrero del 37, hubo intimidaciones, venganzas y asesinatos, especialmente la noche del 6 al 7 de febrero del año 1937. Las tropas franquistas que se dirigían a Málaga, estaban ya en Archidona y había que salir huyendo, pero antes, en la oscuridad de la noche asesinaron en sus propias casas a algunos vecinos tenidos por gente de derechas. Luego salieron huyendo hacia Málaga por la carretera o por la sierra (las corrías), y como Málaga fue tomada el día 8, miles de hombres, mujeres, niños, familias enteras huyeron por la carretera de la costa hacia Almería, que aún seguía siendo republicana. Aquello fue la desbandá. La venganza de los vencedores fue terrible y un miedo silencioso y mudo se apoderó de todo el pueblo.
Pero bueno, quedamos en que yo era monaguillo y que conocía muy bien todos los recovecos y dependencias de aquel hermoso edificio de tres naves, con su reluciente retablo del altar mayor recién comprado en 1948 al convento de Santo Domingo de Archidona. En la nave de la derecha había una puerta por la que se entraba a la sacristía; de la sacristía se podía pasar a un pequeño y húmedo patinillo en el que había un acceso sin puerta que daba a una dependencia oscura llena de cachivaches. A la derecha estaba la parte trasera del camarín de la Virgen del Rosario. Al principio, y como era un niño de apenas siete años, todo aquel laberinto me daba miedo. Poco a poco lo fui superando y casi llegué a ser como mi hermano Manolo, que entraba a la iglesia con la boina puesta (a los hombres se les prohibía entrar con sombrero, gorra o boina, y a las mujeres sin pañuelo o velo) y si se lo recriminaban Manolo decía que él tenía confianza con los santos.
En aquella dependencia había un revoltijo de libros rotos, restos de casullas, trozos de madera, el brazo de un santo... y también una puerta desconchada y cubierta de polvo que seguramente había sido la del sagrario y que, milagrosamente, se había escapado de la quema. El cura Astorga había comprado en Granada un sagrario de metal dorado (que aún sigue expuesto) y que había pagado uno de los fieles de la iglesia. Luego echaron la iglesia abajo y el sagrario de metal dorado y colocado en un hueco de la pared lisa era lo que presidia el altar mayor.
Cuando llegó el padre Santiago lo revolucionó todo: llenó las paredes de peanas (ideadas y hechas por el carpintero Lucas), rediseñó la puerta, las ventanas, la fachada, instaló un retablo y volvió a colocar los santos que habían sido quitados de sus altares y llevados a las casas de algunas vecinas. Fue entonces cuando le hablé de la puerta que, no sé por qué, tras la demolición del antiguo templo había sido guardada en el altillo de la sacristía de la nueva iglesia. La faltó tiempo para llamar a Lucas y decirle que hiciera un sagrario para aquella puerta. Luego fue Cristóbal Cano quien dio luz al cordero, al báculo de oro, a las uvas y a los pámpanos de vid, porque aquella puerta era lo poco que nos había quedado de la primitiva iglesia. Cristóbal Cano también restauró paciente y acertadamente el Cristo, la cruz y el letrero (INRI: Iesus Natharenus, Rex Iudeorum) que está escrito en latín, griego y hebreo.
Cada vez que miréis el altar mayor y veáis el reluciente sagrario, pensad en Santiago, en Lucas y en Cristóbal. Ellos lo hicieron.